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SACRIFICIO

SACRIFICIO
Como término técnico religioso, «sacrificio» designa todo aquello que, habiendo sido dedicado a un objeto religioso, no puede ser reclamado. En la generalidad de los sacrificios ofrecidos a Dios bajo la Ley se supone en el ofrendante la consciencia de que la muerte, como juicio de Dios, estaba sobre él. Por ello, se había de dar muerte al sacrificio para que le fuera aceptado de parte de Dios. De hecho, el término «sacrificio» se usa en muchas ocasiones para denotar el acto de dar muerte.
El primer sacrificio mencionado en la Biblia de una manera expresa es el efectuado por Abel, aunque hay una indicación claramente implícita de la muerte de unas víctimas en el hecho de que Adán y Eva fueron vestidos por Dios con túnicas de pieles después del pecado de ellos (Gn. 4:4; cfr. 3:21). Es indudable que Dios dio instrucción al hombre acerca del hecho de que, siendo que la pena por la caída y por su propio pecado, es la muerte, sólo podría allegarse a Dios de una manera apropiada con la muerte de un sustituto limpio de ofensa; en las Escrituras se dice claramente que fue por la fe que Abel ofreció un sacrificio más excelente que el de Caín (He. 11:4). Dios tuvo que decir a Caín que si no hacía bien, el

pecado, o una ofrenda por el pecado, estaba a la puerta (Gn. 4:7).
En los albores de la humanidad hallamos a los piadosos ofreciendo sacrificios al Señor:
Noé (Gn. 8:20-21),
Abraham (Gn. 12:7, 8),
Isaac (Gn. 26:25),
Jacob (Gn. 33:20). Asimismo, las investigaciones arqueológicas han revelado que las antiguas civilizaciones de Babilonia, Egipto, etc., tenían elaborados rituales de sacrificios en sus religiones. Los sacrificios del AT muestran la base y los medios de allegarse a Dios. Todos ellos son tipos (véanse TIPO, TIPOLOGÍA), careciendo de valor intrínseco, pero constituyendo sombras, o figuras, de Cristo, que, como Antitipo, las cumplió todas. Los principales sacrificios son cuatro: el holocausto, la ofrenda, la ofrenda de paz y la ofrenda por el pecado, a la que se puede asociar la ofrenda de expiación por yerro. Éste es el orden en que aparecen en los capítulos iniciales de Levítico, donde tenemos su significado presentado desde el punto de vista de Dios, empezando, tipológicamente, desde la devoción de Cristo a la gloria de Dios hasta la muerte, y llegando hasta el significado de su provisión para la necesidad del hombre culpable. Si se trata del pecador allegándose a Dios, la ofrenda por el pecado tiene que ser necesariamente la primera: La cuestión del pecado tiene que quedar solucionada antes de que el que se allega a Dios pueda estar en la posición de adorador.
Las ofrendas, en un aspecto, se dividen en dos clases: las ofrendas de olor grato, presentadas por los adoradores, y las ofrendas por el pecado, presentadas por aquellos que, habiendo pecado, tienen que ser restaurados a la posición de adoradores. Se debe tener muy presente que en estos sacrificios en Levítico no se tipifica la redención. Estos sacrificios fueron dados a un pueblo ya redimido. La imagen de la redención se halla en la Pascua (véase PASCUA). En estos sacrificios tenemos una provisión para un pueblo ya redimido. Incluso en la ofrenda por el pecado la grasa debía ser quemada sobre el altar de bronce, y en una ocasión se dice que es para olor grato (Lv. 4:31), constituyendo esto un enlace con el holocausto. Las ofrendas de olor grato representan la perfecta ofrenda que Cristo hizo de Sí mismo a Dios, más bien que la imposición de los pecados sobre el sustituto por parte de Jehová.
Los varios tipos y el sexo de los animales presentados en la ofrenda por el pecado eran proporcionales a la medida de responsabilidad en Lv. 4, y a la capacidad del ofrendante en el cap. 5.

Así, el sacerdote o toda la congregación tenían que llevar un becerro, pero una cabra o un cordero eran suficientes si se trataba de una persona. En las ofrendas de olor grato el ofrendante tenía libertad para escoger la víctima, y el diferente valor de los animales ofrecidos daba evidencia de la medida de apreciación del sacrificio. Así, si un hombre rico ofrecía un cordero en lugar de un becerro, ello mismo sería evidencia de que subvaloraba los privilegios que tenía a su alcance. La sangre se rociaba y derramaba. No se podía comer; era la vida, y Dios la reclamaba (cfr. Lv. 17:11). La grasa de las ofrendas tenía que ser siempre quemada, porque representaba tipológicamente la acción espontánea y enérgica de Cristo hacia Dios (Sal. 40:7, 8). La levadura, que siempre significa lo que es humano y, por ende, malo (porque si se introduce el elemento humano en las obras de Dios, obrando en su seno, el mal resulta de ello), no se podía quemar nunca en el altar a Dios, ni estar en ninguna de las ofrendas, a excepción de una forma especial de la ofrenda de primicias (Lv. 23:16-21) y en el pan que acompañaba al sacrificio de acción de gracias (Lv. 7:13). También estaba prohibida la miel en la ofrenda, denotando típicamente la mera dulzura humana. Se tenía que añadir sal a la ofrenda, y se debía usar en toda ofrenda: recibe el nombre de la sal del pacto de tu Dios (Lv. 2:13; cfr. Ez. 43:24). La sal impide la corrupción y da sabor (Nm. 18:19; 2 Cr. 13:5; Col. 4:6). El pecho de la víctima puede ser tomado como emblema de amor, y la espaldilla, de la fuerza.
Los principales términos heb. utilizados con referencia a las ofrendas son:

(a) «Olah», «Alah», de «hacer ascender», y que se traduce como «holocausto».
(b) «Minchah», de «presente, don, oblación», y que se traduce como «oblación». La V.M. traduce
«oblación de ofrenda vegetal».
(c) «Shelem», de «estar completo», estar en paz, en amistad con alguien. Se traduce «sacrificio de paz». La forma ordinaria está en plural, y podría traducirse como «ofrenda de prosperidades».
(d) «Chattath», de «pecar», traducido constantemente como «expiación» y «expiación por el pecado».
(e) «Asham», de «ser culpable». Traducido
«sacrificio por la culpa».
(f) «Tenuphah», de «levantar arriba y abajar, mecer», traducido «ofrenda mecida».
(g) «Terumah», de «ser levantado», traducido
«ofrenda elevada».

En cuanto al acto de quemar los sacrificios, se emplean diferentes términos heb. Además del término «Alah» mencionado en el párrafo anterior, se emplea comúnmente el término «katar» de quemar sobre el altar: significa «quemar incienso». Pero cuando se trata de quemar el cadáver de la ofrenda por el pecado, el término usado es «saraph», que significa «quemar, consumir». Así, lo que asciende como olor grato se distingue de lo que es consumido bajo el juicio de Dios.

(a) El holocausto.
Tipológicamente, representa a Cristo presentándose a Sí mismo de acuerdo con la voluntad divina para el cumplimiento del propósito y mantenimiento de la gloria de Dios allí donde se advertía pecado. En el tipo, la víctima y el ofrendante eran esencialmente distintos, pero en Cristo los dos estaban necesariamente combinados. La ofrenda ofrecida en holocausto, cuando no estaba obligatoriamente prescrita, era ofrecida para la aceptación de alguien. La expresión «de su voluntad» en Lv. 1:3 tiene una mejor traducción como «la ofrecerá para su aceptación». La víctima podía ser macho de las manadas, o de las ovejas o cabras de los rebaños, o bien una tórtola o un palomino, según la capacidad económica del ofrendante, o el aprecio que tuviera de la ofrenda. Estas ofrendas eran diferentes en grado, pero del mismo tipo. El macho es el tipo más elevado de ofrenda; no se menciona ninguna hembra en la ofrenda de holocausto.
Después que el ofrendante hubiera puesto sus manos sobre la víctima, le daba muerte (excepto en el caso de las aves, que eran muertas por el sacerdote). De Lv. 1 parecería que también era el ofrendante quien la desollaba, descuartizaba y lavaba sus intestinos y patas en agua; pero las expresiones usadas pueden tomarse en un sentido impersonal: «el holocausto será desollado, y será dividido en sus piezas», etc. (v. 6). Estas funciones pueden haber sido llevadas a cabo por los sacerdotes o por los levitas. (Los levitas desollaban los sacrificios cuando había pocos sacerdotes; cfr. 2 Cr. 29:34). El sacerdote rociaba la sangre alrededor del altar y, excepto la piel, que quedaba para el sacerdote, todo el animal era quemado como olor grato sobre el altar. Hacía expiación por el ofrendante, que hallaba aceptación en base a su valor. Tipológicamente, es figura de Cristo en su perfecta ofrenda de Sí mismo, siendo probado en lo más hondo de su ser por el fuego escudriñador del juicio divino (Lv. 1).

(Este aspecto de la cruz se ve en pasajes como Hch. 2:8; 3n. 10:14-17; 13:31; 17:4; Ro. 5:18,
etc.).
En Lv. 6 se da la ley del holocausto: «El holocausto estará sobre el fuego encendido sobre el altar… no se apagará» (Lv. 6:9, 13). Esto se refiere a los corderos de la mañana y de la tarde; constituían un holocausto continuo (Éx. 29:38-41). Se debe señalar que era «toda la noche, hasta la mañana» (aunque era perpetuo), indudablemente para señalar que Cristo es para Israel siempre olor grato a Jehová, incluso durante el presente periodo de tinieblas y olvido de Israel. Aarón tenía que ponerse sus vestiduras de lino para quitar las cenizas del altar y ponerlas «junto al altar». Después se cambiaba los vestidos de lino por otras ropas, y llevaba las cenizas fuera del campamento. Las cenizas constituían la prueba de que el sacrificio había sido totalmente aceptado (Sal. 20:3, lit.: «encenice tu holocausto»; cfr. la versión de Reina 1569). Por «la mañana» Israel conocerá que su aceptación y bendición es mediante la obra de su Mesías en la cruz. El sacrificio diario era ofrecido por el sacerdote actuando por toda la nación, y presenta tipológicamente la base de sus bendiciones y privilegios. De ahí que la fe le diera un gran valor (cfr. Esd. 3:3; Dn. 8:11, 13, 26;
9:27).

(b) La oblación.
En Lv. 2 se da el carácter intrínseco de esta ofrenda, aunque al ofrecer el holocausto se añadía una oblación. En la oblación no había derramamiento de sangre y, por ello, no había expiación. El holocausto era tipo del Señor Jesús en Su devoción hasta la misma muerte; la oblación de ofrenda vegetal (Y. M.) lo representa en Su vida, la inmaculada humanidad de Cristo en el poder y energía del Espíritu Santo. Consistía de flor de harina, sin levadura alguna, amasada con aceite, y untado todo ello con aceite e incienso. En su forma más sencilla, se tomaba un puñado de harina con algo de aceite, que se quemaba en el altar; también se hacía en forma de tortas, cocido en un horno, o en una sartén o cazuela. Sólo una parte de la harina y del aceite, pero todo el incienso, se quemaban sobre el altar, como olor grato a Jehová. El resto quedaba como alimento para el sacerdote y sus hijos, aunque no para las hijas. La excelencia de Cristo como hombre, en quien cada uno de sus actos, incluso al dirigirse a la muerte, fueron para Dios, sólo puede ser disfrutada en una intimidad sacerdotal. Es una ofrenda que correspondía esencialmente al santuario.

Todo el sabor de la vida del Señor fue hacia Dios. No vivió para los hombres ni buscando la alabanza de ellos. Por ello, el tipo del incienso debía ascender íntegramente del altar. La flor de harina es un tipo de la uniformidad del carácter del Señor: en él ninguna característica descollaba de las demás como sucede generalmente con los hombres. En el Señor todo era perfección, y todo ello de manera uniforme y todo para la gloria de Dios. Fue engendrado por el poder del Espíritu Santo (cuyo tipo es el aceite), y fue ungido por el mismo Espíritu en Su bautismo; Sus gracias y gloria moral se corresponden con el incienso. En una hermosa relación con el holocausto continuo cada mañana y cada tarde, habla asimismo una oblación de ofrenda vegetal perpetua. Era «cosa santísima». No se podían quemar ni levadura ni miel con la oblación de ofrenda vegetal, pero debía ir acompañada de sal. Las características aquí simbolizadas fueron claramente evidentes en la vida del Señor (Lv. 2; 6:14-18; Éx. 29:40, 41). En Lv. 23:17 hay levadura con la ofrenda vegetal allí representada porque es un sacrificio de primicias que constituye una sombra de la Iglesia, la primicia de las criaturas de Dios, presentada en Pentecostés en la santificación del Espíritu.

(c) Ofrendas de paz.
Éstas son distintas tanto del holocausto como de la oblación de ofrenda vegetal, aunque está basada en ambas. Su objeto no era enseñar cómo un pecador podía conseguir la paz ni tampoco hacer expiación: se trata más bien del resultado de haber recibido bendición, de la respuesta del corazón a esta bendición. El alma entra en la consagración de Cristo a Dios, el amor y poder de Cristo como bendición de la familia sacerdotal, y su propio sustento en la vida allí donde la muerte se ha introducido. La ofrenda de paces podía ser de las manadas o de los rebaños, macho o hembra. El ofrendante imponía las manos sobre la cabeza de la ofrenda, y le daba muerte. La sangre era rociada alrededor del altar. Toda la grasa, los dos riñones y la grasa de encima del hígado se debían quemar sobre el altar, como ofrenda de olor grato a Jehová. Esto era la parte de Dios, lit. Su pan. El pecho de la ofrenda era mecido como ofrenda mecida y a continuación era usado como alimento para Aarón, y sus hijos e hijas. La espaldilla derecha era una ofrenda elevada, y quedaba para el sacerdote que la ofrecía. Por su parte, el ofrendante y sus amigos comían también de la ofrenda aquel mismo día; si era un voto o una ofrenda voluntaria, podía ser comida al día siguiente. Lo que quedara de ella tenía que ser

quemado con fuego: ello indica que para que la comunión sea real tiene que ser directa, no demasiado separada de la obra del altar.
La ofrenda de paz iba acompañada de una oblación de ofrenda vegetal, constituida por tortas sin levadura y hojaldres sin levadura untados con aceite; junto a ello se añadían tortas de pan leudado. Esto último reconocía la existencia de pecado en el adorador (cfr. 1 Jn. 1:8) que, si era mantenido inactivo, no lo descalificaba como adorador. Todo lo que tipifica a Cristo era sin levadura. Que la ofrenda de paz tipifica comunión queda patente de las instrucciones acerca de su uso: parte de ello era aceptado sobre el altar, recibiendo el nombre de «el alimento de la ofrenda»; otra parte era alimento para el sacerdote (tipo de Cristo) y de los hijos del sacerdote (los cristianos); y otra parte era comida por el ofrendante y sus amigos (el pueblo, y quizá también los gentiles, que en el Reino «se gozarán con su pueblo»). Este pensamiento de la comunión halla su expresión en la mesa del Señor, en la comunión de la sangre y del cuerpo del Señor (1 Co. 10:16). Se dice que la ofrenda de paz
«pertenece a Jehová»; del mismo modo toda la adoración pertenece a Dios: es el fruto y expresión de Cristo en los creyentes (Lv. 3; 7:11-21, 28-34).

(d) La ofrenda por el pecado.
Ésta y la ofrenda por yerro forman un caso aparte de las ofrendas. En la ofrenda del holocausto y la de paz el ofrendante viene como adorador, y por la imposición de manos se identifica con la aceptabilidad y aceptación de la víctima; en cambio, en la ofrenda por el pecado la víctima se identificaba con el pecado del ofrendante.
La ofrenda por el pecado era la provisión para cuando algún miembro del pueblo redimido hubiera pecado, a fin de evitar que el juicio cayera sobre el ofrendante. Esta característica general es siempre constante, aunque los detalles difieran, como se puede observar en la siguiente tabla:
El Día de la Expiación se mantiene aparte: la sangre de la ofrenda por el pecado era llevada al Lugar Santísimo, y rociada sobre y delante del Propiciatorio. Se tenía que hacer la expiación conforme a las demandas de la naturaleza y majestad del trono de Dios. Este tipo era repetido cada año para mantener la relación del pueblo con Dios, debido a que el Tabernáculo de Jehová permanecía entre ellos en medio de las impurezas del pueblo. También se hacía expiación por el lugar santo y el altar; todo ello era reconciliado mediante la sangre de la ofrenda por el pecado, y sobre la base de la misma sangre, los pecados del

pueblo eran administrativamente llevados lejos, a una tierra desierta (Lv. 16).
En caso de pecado por parte del sacerdote o de toda la congregación, la comunión quedaba interrumpida: por ello, la sangre tenía que ser llevada al lugar santo, rociada allí siete veces, y puesta sobre los cuernos del altar del incienso (el lugar de allegamiento sacerdotal) para el restablecimiento de la comunión. (Véase EXPIACIÓN [DÍA DE LA].) En caso de que se tratara del pecado de un jefe del pueblo o de alguno de los miembros del pueblo, la sangre era untada sobre el altar de bronce, el lugar donde el pueblo se allegaba. Con ello se restauraba también la comunión de los individuos del pueblo.
De la ofrenda por el pecado no se dice que sea, como un todo, olor grato: el pecado es el concepto dominante en esta ofrenda, pero la grosura sí se quemaba sobre el altar como olor grato (Lv. 4:31). Cristo fue, en todo momento (tanto en la cruz como en vida), un deleite para Dios. La ofrenda por el pecado que era consumida por el sacerdote es declarada «cosa santísima» (Lv. 6:29). Todo ello es tipo de Cristo, sacerdote y víctima, con nuestra causa en Su corazón.
En los casos que se prevén en el cap. 5, vv. 1 – 13, donde se trata específicamente de infracciones de normas u ordenanzas, se considera la capacidad económica del ofrendante. Si alguien no podía llevar una cordera o una cabra, se le permitía que llevara dos tórtolas; y si incluso no podía costear éstas, ni dos palominos, podía entonces llevar la décima parte de un efa de flor de harina. Esto no parece concordar con la necesidad de derramamiento de sangre para remisión, pero el memorial quemado sobre el altar tipificaba el juicio de Dios sobre el pecado. Hacía que la ofrenda pudiera estar al alcance de todos, de manera que la más pobre de las almas tuviera manera de encontrarse con Dios con respecto a su pecado. La pobreza representa poca luz o ignorancia, no rechazo ni indiferencia hacia Cristo. Y al llegar la harina al fuego del juicio del altar, la muerte de Cristo por el pecado no quedaba fuera en esta forma de ofrenda por el pecado, la más sencilla de todas.

(e) La ofrenda por la culpa.
Ésta se diferencia de la ofrenda por el pecado en que tiene a la vista el gobierno de Dios, en tanto que la ofrenda por el pecado tiene a la vista la naturaleza santa de Dios, y por ello su necesaria acción contra el pecado en juicio. El Señor es también la verdadera ofrenda por la culpa, como se ve en Is. 53:10-12 y Sal. 69. Él restaura más a

Dios que el daño hecho a Él por el pecado del hombre, y los efectos de la ofrenda por la culpa se manifestarán en el Reino (véanse ESCATOLOGÍA, MILENIO, REINO).
La ofrenda por la culpa se halla por primera vez en Lv. 5-6, y tiene que ver con faltas cometidas contra el Señor o contra el prójimo. En estos casos, se tenía que ofrecer una ofrenda expiatoria por la culpa, porque una falta cometida contra un semejante violaba los derechos de Dios, y se debía hacer restitución también, con la adición de un quinto del perjuicio. En Lv. 5:6-9 la misma ofrenda recibe el nombre de «expiación por su pecado»; en Lv. 14, para la purificación del leproso se establece el ofrecimiento de un sacrificio por el pecado, y otro por la culpa; las mismas que tenían que ser hechas cuando un nazareo quedaba contaminado (Nm. 6:10-12). Así, es evidente que la ofrenda por la culpa es una variedad de la ofrenda por el pecado.

(f) La vaca alazana
Ésta era también una ofrenda por el pecado, y tiene un carácter singular. La vaca alazana era muerta fuera del campamento, y su sangre era rociada por el sacerdote siete veces directamente ante el Tabernáculo. Después se quemaba el animal entero, y el sacerdote echaba madera de cedro, hisopo y escarlata en la pira donde se quemaba la vaca. Se recogían las cenizas, y eran puestas en un lugar limpio fuera del campamento. Cuando se usaban las cenizas, una persona limpia mezclaba las cenizas en una vasija con agua corriente, mojando después un hisopo con ella, y rociaba con esta mezcla la persona, tienda, etc., que estuviera contaminada. Era el agua de la separación, una purificación del pecado.
La ordenanza de la vaca alazana era una forma excepcional de la ofrenda por el pecado. No considera la expiación, sino la purificación mediante el agua de aquellos que, teniendo su morada y lugar en el campamento, donde estaba el santuario de Jehová, se hubieran contaminado por el camino (cfr. Nm. 5:1-4). Se corresponde con Jn 1:9 sobre la base de que el pecado fue condenado en la cruz. El lavamiento de pies de los que ya están limpios, tal como el Señor lo enseñó en Jn. 13, tiene este carácter de limpieza con agua. El Espíritu Santo aplica, por la Palabra, la verdad de la condenación del pecado en la cruz de Cristo al corazón y a la conciencia, para purificar al creyente, sin aplicar de nuevo la sangre (Nm. 19:1-22; Ro. 9:13). Pero Juan 13 va más allá. El Señor aplica la verdad de Su partida de este

mundo al Padre al mismo caminar de Sus discípulos.

(g) Ofrenda de libación.
Por lo general no se ofrecía sola (pero cfr Gn. 35:14). Se ofrecía con el sacrificio de la mañana y de la tarde, que era un holocausto, e iba acompañada de una oblación de ofrenda vegetal. Consistía de vino, y la cantidad era variable, en relación con el animal ofrendado (Nm. 28:14).
«Derramarás libación de vino superior ante Jehová en el santuario» (Nm. 28:7). En la tierra de Canaán se debería ofrecer una libación a las oblaciones de olor grato. La cantidad de vino y aceite debían ser iguales, y en proporción a la importancia de la víctima (Nm. 15:1-11). La libación puede ser un tipo del gozo en el Espíritu en la consciencia del valor de la obra de Cristo hecha a la gloria de Dios (cfr. Fil. 2:17, que puede ser una alusión a la ofrenda de libación).

(h) Las ofrendas mecidas y elevadas.
No eran ofrendas separadas, sino que en ocasiones ciertas porciones de una ofrenda eran mecidas o elevadas ante el Señor. Así, en la consagración de Aarón y de sus hijos, la grosura, el rabo con su grasa, el sebo, los riñones con su grosura, y la espaldilla derecha del carnero, junto con una torta de pan y otra de pan amasado en aceite y un hojaldre, todo ello fue mecido por Aarón y sus hijos delante del Señor, y fue después quemado en holocausto en el altar (Lv. 8). El pecho del carnero fue también mecido como ofrenda mecida delante del Señor, y la espaldilla fue levantada como ofrenda elevada; todo ello fue comido por Aarón y sus hijos (Éx. 29:23-28). De las ofrendas de paces, el pecho era siempre una ofrenda mecida, y el hombro derecho una ofrenda elevada, y eran para los sacerdotes (Lv. 7:30-34).
Los rabís explican que la espaldilla elevada era movida hacia arriba y hacia abajo, y el pecho mecido lo era de lado a lado. Estas acciones eran hechas «delante de Jehová», y parecen simbolizar que aquellos que movían las ofrendas estaban realmente en Su presencia, con las manos llenas de Cristo.
Cristo es así el Antitipo de todos los sacrificios: en ellos se prefigura Su consagración hasta la muerte; la perfección y pureza de Su vida de consagración a Dios; la base y el sujeto de comunión de Su pueblo y, por último, la eliminación del pecado por el sacrificio. En la Epístola a los Hebreos se expone en detalle el contraste entre la posición del judío, para el que todos los sacrificios tenían que ser repetidos (existiendo el sistema tipológico

mediante la repetición), y la posición del cristiano, que mediante el único sacrificio de Cristo (que no admite repetición) quedan perfectos para siempre, y tienen asimismo acceso al Lugar Santísimo, porque el gran Sumo Sacerdote ha entrado en él. Así, habiendo aparecido Cristo «en la consumación de los siglos» para «por el sacrificio de sí mismo quitar de en medio el pecado», no queda ya más sacrificio por los pecados (Ef. 5:2; He. 9:26; 10:4, 12, 26). Sin fe en la muerte sacrificial de Cristo no hay salvación, como queda claro en Ro. 3:25; 4:24, 25; 1 Co. 15:1-4.
El cristiano es exhortado a presentar su cuerpo como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, lo cual constituye su culto racional (Ro. 12:1; cfr. 2 Co. 8:5; Fil. 4:18). Con ello ofrece a Cristo el sacrificio de alabanzas a Dios, y los actos de bondad y de comunicar de lo propio a los demás son sacrificios agradables a Dios (He. 13:15, 16; cfr. 1 P. 2:5).

(i) Los profetas y los sacrificios.
Ciertas declaraciones de los profetas han servido de pretexto a los críticos para emitir la afirmación de que no tenían conocimiento de la ley de los sacrificios dada por Moisés en el Sinaí. Es cierto que, dirigiéndose a una época de decadencia espiritual, donde las ceremonias y sacrificios se habían convertido en una rutina meramente legalista, los profetas se expresan con vehemencia contra este género de piedad hipócrita. Porque
«obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros» (1 S. 15:22), y Dios aborrece la multiplicación de los holocaustos cuando las manos de sus ofrendantes están manchadas de crímenes (Is, 1:11-15). Sin embargo, en este mismo pasaje, el Señor rechaza toda otra forma de religiosidad desprovista de sinceridad: las asambleas santas, las ofrendas, el incienso, las fiestas solemnes, los días de reposo, las oraciones. No hay duda que es en este sentido que Oseas afirma: «Porque misericordia quiero, y no sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocausto» (Os. 6:6). Miqueas (Mi. 6:6-8) y David (Sal. 51:18-19) dan a entender con una claridad meridiana que antes que todo otro sacrificio Dios desea lo que es condición previa indispensable: un corazón contrito y humillado; ello no impide en absoluto a David desear ser purificado con hisopo (Sal. 51:9), que servía para la purificación por la aspersión del agua de la vaca alazana y de la sangre de la expiación (cfr. Nm. 19:18; Lv. 14:4-7; cfr. Éx. 12:22); asimismo, promete al Señor holocaustos dignos de ser aceptados (Sal. 51:21; cfr. el mismo pensamiento

expresado en Mal. 2:13-14 y 3:3-4). En Am. 5:25- 26 Dios demanda si el pueblo le había ofrecido sacrificios y ofrendas durante los cuarenta años en el desierto. Oesterley afirma en su libro
«Sacrifices in Ancient Israel» que la respuesta es positiva. Sin embargo, el v. 26 indica que no fue a Dios a quien ofrecieron sus sacrificios, sino que lo dejaron a un lado para sacrificar privadamente a sus ídolos (cfr. Am. 17:7; Dt. 12:14). Este extremo parece estar confirmado en Hch. 7:41-43. Otros han creído que a causa de la falta de ganado los sacrificios privados hubieran sido casi imposibles en el desierto. El pasaje de Jer. 7:21-23 parece a primera vista más difícil de explicar: Dios no habría dado a los israelitas ninguna orden acerca del tema de los holocaustos y de los sacrificios a su salida de Egipto, sino que les habría demandado que andaran en Sus caminos. Pero los hebraístas han demostrado que la expresión traducida en el v, 22 como «ni nada les mandé acerca de holocaustos» significa con frecuencia «a causa de» o «en vista de» (cfr. Dt. 4:21; cfr. W. R. Harper, «International Critical Commentary», y Binns, «Westminster Commentary»). El sentido se hace entonces claro: Dios no habló a los primeros israelitas con vistas a los sacrificios, sino con vistas a su obediencia (Manley, «Nouveau Manuel de la Bible», p. 148). Los sacrificios no eran el fin que Dios tenía en mente, sino la obediencia de corazón de ellos. Esta interpretación está apoyada en todas las confirmaciones que da Jeremías de la revelación transmitida al pueblo por Moisés. Menciona la salida de Egipto con sus portentos, la ley, el sacerdocio, el arca del pacto, el pacto mismo, la persona de Moisés, la ordenanza del sábado, el año sabático, etc. Todo ello proviene directamente del Pentateuco, que el profeta evidentemente conocía a la perfección. ¿Cómo hubiera podido ignorar la existencia de los sacrificios? De hecho, tan poco los ignora que desea ver al pueblo vuelva a la fidelidad a la Ley del Señor, para entonces llevar a Su casa
«holocausto y sacrificio, y ofrenda e incienso», las ofrendas ordenadas en Lv. 1-7 (Jer. 17:22, 26).

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